Todos conocemos el cuento del cura al que se le
inunda la iglesia. Convencido que su dios lo salvará por medio de algún
milagro, niega a sus rescatistas la posibilidad de sacarlo de allí en lancha o
helicóptero. Finalmente. el clérigo muere ahogado, y al encontrarse con dios, lo
interpela enojado, cuestionándolo enérgicamente por no haber realizado nada
sobrenatural para que él, su fiel servidor, siguiera con vida. Tras escuchar
sus reproches, Dios le responde que había sido él el responsable de enviar los
botes y el helicóptero.
Está en la naturaleza del hombre
esperar resultados magníficos. Sentirse único, elegido, especial. Ser “el
pueblo elegido por Dios”, “el hombre con el Don otorgado por el altísimo”. El
juego así está planteado. El reconocimiento no se otorga a quien trabaja
sacrificadamente y en silencio, sino al “piola” que obtiene un resultado por
mero azar. Esperamos la salvación mágica en el último minuto. El heroísmo, en
definitiva, termina por ser eso: un trayecto mediocre con un final victorioso.
Pero ningún medio reivindica el fondo, lo que vende es llegar.
El cura no piensa que sobreviviendo
podrá seguir siendo sostén para cientos de feligreses, esperanza para los
necesitados u oído para quien lo necesite. Lo ciega la idea de quedar en la
historia por ser “el elegido”, en quien se realiza el milagro.
El fútbol no es ajeno a esta
filosofía reinante.
Esperamos el cabezazo sobre la hora,
el gol con la mano y en offside, ganar “medio a cero”.
Aguardamos el “milagro”, creemos en
la “mística”, en “ganar con la camiseta”.
Exigimos resultados, como si fueran
un contenido aislado perfectamente del resto de los componentes del juego, cuando
en una gran proporción depende del azar, mientras apenas unos pocos hablan de
favorecer las condiciones que faciliten la llegada al objetivo.
Cegados en esta vorágine de lo
inmediato, perdemos la perspectiva de lo realmente importante, lo fundamental,
lo trascendente. El milagro ya está consumado, solo que a veces no podemos
percibirlo.
El milagro es estar acá y ahora, con
todas las posibilidades que tuviste.
El milagro es esa familia que te dio
todo lo que sos.
El milagro son esos amigos, con los
que te abrazás para festejar.
El milagro es que gracias a tu viejo
sos quemero.
El milagro es esa multitud de
individuos que se sienten uno.
El milagro es, otra vez, vos y yo.
Frente a frente. Como siempre, “codo a codo, somos mucho más que dos”.
Juan
Rey, para Revolución Quemera.